—Arriba, en el cielo manchado de puntos brillantes, vive la Tahui—hizo una pausa para observar la reacción de los presentes. Al quedar conforme, continuó—. Un ser mítico que come almas recién descarnadas y se regocija con la caída del Fiju.
Nadie le prestaba atención alguna a la caótica tormenta que estaba fuera. Pareciera como si el tiempo se hubiese detenido, y sus almas estuviesen lejos; allá dónde el narrador decía que se encontraba la fantástica criatura.
—Cuando el cielo se torna negro, es que la Tahui está enferma o furiosa; cuando se pone blanco, está en paz; cuando pasa a un tono más gris que nada, y de él caen lágrimas dulces, la Tahui llora por su vida perdida—Hujik hizo otra pausa, esta vez para recuperar el aliento y humedecerse los labios.
—¿Y por qué perdió su vida?—preguntó un pequeño Gueido llamado Fuhel con ojos tan profundos y a la vez tan iluminados, que recordaban a los de un ave regocijándose al aprender a volar.
Hujik frunció los labios, molesto por la interrupción, pero trató de suavizarlos de inmediato.
—Ya viene, ¿por qué no esperas a que siga contando?—pidió el narrador arqueando una ceja y esperó a que el pequeño asintiera en silencio—Bien. No interrumpas.
Dos niños se susurraron algo comprometedor, y una mujer se removió bajo el cálido peso del niño que yacía sentado en su regazo.
—Como decía, la Tahui no siempre fue lo que fue. De hecho, posiblemente ya no sea lo que estoy contando—el narrador enfatizó las últimas palabras para captar mejor la atención de los presentes—, pero, ¿acaso no es verdad que nosotros no hemos sido siempre nosotros? Eso mismo le pasó a esta criatura; guardiana del cielo y portadora de la vida misma.
«La Tahui tiene—o tenía—forma de un gran dragón alargado, con escamas de fuego mismo, ojos de una piedra preciosa, colmillos tan filosos como el aire, y bigotes tan puros como el agua.
—¿Por qué su cuerpo era diferente en cada cosa?—esta vez fue Tiwer la que realizó la pregunta. Por supuesto que Hujik no quedó complacido con la interrupción de la niña, y se limitó a cruzarse de brazos, negar con la cabeza suavemente y suspirar.
—¿No pueden estarse callados para que pueda seguir con la historia?—terció el narrador, ofendido—Les prometo que sus dudas serán respondidas, ¡pero dejen de preguntar cuando yo hablo! Así, todo mundo se comprometió consigo mismo a mantener los labios sellados por el resto del relato, y Hujik sonrió suavemente, emocionado por lo que acontecería a continuación.