—¿Y qué puedes saber tú de la vida?—la chica rió con sorna, incitando a los demás a imitarla.
—¡Nada, y tú tampoco!—se apresuró a responder él con las manos cerradas fuertemente en puños y el ceño fruncido. La chica arqueó una ceja y levantó el mentón, petulante.
—¡Vaya, pero si aquí tenemos a un sabelotodo!—exclamó ella riendo estruendosamente. Algunos de los presentes le siguieron, y él agachó la cabeza.
—¡Deja de actuar como si lo supieras todo, niño extraterrestre! ¿Las personas a las que llamas padres se arrepienten de haberte recogido del vertedero? Deberías hacerles un favor y esfumarte de este mundo—sugirió ella sonriendo aún más, y Conor no pudo hacer nada más que apretar los dientes y retener las lágrimas que pugnaban desesperadamente por salir.
Pero no podía abandonarse así, no en frente de esa bobalicona: no le daría ese placer.
Se acomodó las gafas y fingió revisar su teléfono móvil, con la única intención de esfumarse de aquel lugar lo más rápido posible.
—Ni lo intentes—insistió Berenice—, todos saben que sólo tienes a tus padres de contactos.
Las burlonas risillas no se hicieron esperar, y Conor optó por irse de ahí cuánto antes.
—¡Deberías desaparecer, fenómeno!—gritó una amiga de la bobalicona.
Su cuerpo no le respondió: comenzó a contraerse en un débil intento por continuar reteniendo las lágrimas.
—¡Miren, va a llorar el extraterrestre!
Como desearía ser uno para acabar con todos ellos en un segundo…
—¿Por qué tanto ruido?—preguntó una voz pueril pero afeminada, haciéndose escuchar por encima de las risas e insultos. Todos callaron y observaron al que había interrumpido su diversión.
Conor logró volverse para descubrir a la chica nueva. Era baja de estatura, pero aún así resaltaba entre la multitud de estudiantes: su cabello era marrón claro, y le caía en cascada hasta la mitad de la espalda, pero lo que más le sorprendía al niño eran sus ojos; de un negro tan intenso como el mismo carbón puro.
—¡Es el extraterrestre!—explicó una niña a la recién llegada. Aunque Conor se había esforzado por aprenderse su nombre, no lo lograba.
—¿Hay un extraterrestre?—preguntó, visiblemente sorprendida. Todos irrumpieron en carcajadas.
—¡Es ése!—señaló un niño a Conor, quien se obligó a recuperar la compostura y caminar un par de pasos. La chica arqueó las cejas y ladeó ligeramente la cabeza.
—¿Eres un extraterrestre?—preguntó con curiosidad. El niño se vio tentado a no contestar y salir corriendo, pero su cuerpo tomó la iniciativa y negó con la cabeza.
—No, no lo soy. Se lo inventan por que no tienen mejores cosas que hacer que molestar a las personas inteligentes—aseguró él con una confianza de la que no sabía nada.
—¿Te molestan?—preguntó ella. Conor no sabía si lo preguntaba realmente o se estaba burlando de él. Tampoco le daría el placer a esa extraña.
Comenzó a caminar hacia la salida del edificio cuando sintió como un pequeño y húmedo objeto se estrellaba contra su nuca.
Los niños que quedaban volvieron a reír.
—¡Qué asco: el extraterrestre tiene baba!
No pudo evitar que su primera reacción fuera quitarse ese proyectil con la mano y tampoco pudo evitar salir corriendo después de escuchar nuevamente las burlas.
Salió del edificio de la escuela a trompicones, y se refugió entre los árboles del jardín. Se sentó en el rincón más apartado que
encontró antes de deshacerse en llanto.
Las lágrimas brotaron inevitablemente, y sollozó con intención de quedarse seco.
Pero su intimidad duró poco.
Aquella niña de ojos profundos y obscuros apareció prácticamente de la nada frente a él, a menos de un palmo de distancia.
Estaba en cuclillas para estar a la mima altura que él, y lo miraba fijamente.
Conor se sorbió la nariz y se limpió las lágrimas con la manga de la chamarra.
—¿Qué quieres? Vete.—soltó con la voz entrecortada. Ella no se inmutó en lo absoluto, y continuó observándolo detenidamente.
—No eres un extraterrestre.—susurró ella con ¿decepción? Conor negó enérgicamente con la cabeza, que comenzaba a dolerle por el llanto.
—¡Vaya!—la niña se puso en pie, pero continuó estudiándolo con la mirada—Y yo que pensé que podría haber uno…
El niño la observó con verdadera perplejidad.
—¿De qué hablas? El profesor Richman dice que no existen…—comentó él irguiéndose también y terminando de limpiarse el rostro.
—Pero él está equivocado—aseguró ella con una sonrisa relajada—. No deberías creerte todo lo que te dicen.
Conor tardó un poco en reaccionar, pero trató de enfrentar la situación con lo que le quedaba de orgullo.
—¿Y tú que sabes? Él es un profesor.—señaló el niño cruzándose de brazos. El dolor de cabeza comenzaba a intensificarse…
—Será lo que digas, pero sigue siendo humano, y además, uno con dogmas grandes colgando de él.—manifestó ella sin entender aún el motivo de su enfado.
No podía permitir que ella se enterara de que no sabía el significado de la palabra “dogmas”. Tenía que investigarlo.
—Eres nueva, no sabes nada—expresó el niño con ademán de zanjar la conversación para poder irse a casa en paz.
—Soy nueva, y no sé prácticamente nada—admitió ella tan naturalmente, que el chico se desorientó. Conor no sabía como responder, ¿sería una nueva forma de dejarlo en ridículo?
—¿Por qué te molestan esos niños?—le preguntó la niña al tiempo que se sentaba en la raíz de un árbol que sobresalía. Conor nunca supo por qué, pero la imitó y se sentó frente a ella con la cabeza gacha. Al estar cerca de ella sentía una confianza y paz que hacía mucho no experimentaba.
—Me gustan cosas diferentes y eso no les parece.—confesó un tanto vacilante.
—¿Y ya?—dudó ella, incrédula. El niño asintió en silenció y la chica arqueó las cejas, formando unas pequeñas arrugas en su frente—. ¡Pues vaya, que tonto es eso!
—¿Crees eso?—dudó él, un tanto desconfiado.
—¡Pues claro! Es algo estúpido—aseguró la niña con una sonrisa—. ¿Qué te gusta?
Conor reflexionó unos instantes, tratando de asimilar el significado de la situación.
—La metafísica, las matemáticas y la ciencia—respondió él, preparándose para escuchar alguna risa burlesca o un insulto. Le agradaba más la gente que lo llamaba “raro”: era la menos dura con él.
—¡A mí también!—exclamó ella, visiblemente emocionada. Conor parpadeó un par de veces antes de creerse lo que había escuchado—. Mi nombre es Kahir, ¿y el tuyo?
—Conor—respondió él casi instantáneamente. Ella asintió, sonriente, y se levantó antes de ver el cielo, como si buscara algo.
—Debo irme—avisó con cierto aire de desilusión—, pero espero podamos vernos mañana.
El niño asintió en silencio, sin saber qué hacer exactamente. ¿Le pedía su número de teléfono, su correo… la ignoraba?
—No debes de escuchar a los que se burlan: se hacen daño ellos solos—dijo ella antes de tocarle con la palma de su mano en la frente y volver a sonreír.
El contacto lo dejó helado e inmóvil y no fue, sino hasta que Khair ya llevaba un buen rato de haberse marchado, cuando Conor recuperó el control de su cuerpo, y sonrió vacilantemente.
Pronto se fue corriendo hacia su casa, emocionado, y sin haberse dado cuenta de que el dolor de cabeza había desaparecido sin dejar rastro.